Desafías al segundero creyendo que dominas la situación. Miras y remiras el reloj, pero de reojo, no quieres parecer nervioso ni dar a entender que tu único anhelo es -y te atreves a recordar- retroceder en el tiempo para que el fin lo marque el timbre de tu colegio. Pero vuelves en ti, años más tarde que te han dado sabiduría y experiencia para saber, conocer de primera mano, que lo bueno se hace esperar. No te gusta recurrir a tópicos, pero una vez más lo haces: "más vale pedir perdón que permiso", "quien no corre, vuela" y otras frases con las que tu abuela te atolondraba recorren tu mente y fuera de ti (de nuevo, para variar, vuelta a empezar) comienzas a preparar lo que a todos nos produce esa sensación que mezcla inconscientemente pereza con ilusión: la maleta.
Se abre un mundo de posibilidades que torna la situación como la más importante, y, te desmarcas de tu alrededor simulando que todo lo demás da igual. La carretera va alcanzando un merecido primer puesto en tu lista de prioridades e ir preparado supone darle más de tres vueltas a todos los "por-si-acasos" que creerás que son la mejor opción para formar parte del mini armario que llevarás contigo. Esa pereza VS ilusión va decantándose por el que no juega en casa y, cuando ya parece que comienza a terminar ese partido que se disputa únicamente en tu mente, la maleta, tu maleta, no cierra.
Y comienzas a descartar cosas que, sólo ahora, ya no son tan imprescindibles. Un par de zapatos, un jersey, este libro que no leeré, dos revistas, la plancha del pelo, cinturones, el ipad, otro par de zapatos... Vaya, nunca aprendes a seleccionar correctamente, en todos los sentidos. Pero entonces, cuando empiezas a divagar por tercera vez en 10 minutos, te sientas sobre la maleta, al más puro estilo humano, y comienzas a forzar la cremallera, que finalmente cierras. Celebras en mudo tu victoria y te paras en seco. Has caído en la cuenta de que te has dejado una cosa fuera: la rutina. Y entonces sonríes.
Take care,
SiL